Ninguna persona que se identifique abiertamente como parte de las comunidades LGBTIQ+ podría afirmar que vivir en estos contextos es fácil. Lo mismo podría decirse en otros momentos y lugares de la historia. Disidir del régimen heterosexual dominante conlleva consecuencias biopsicosociales evidentes, manifestadas a través de la discriminación, la exclusión y el constante menoscabo de la estabilidad y legitimidad de los derechos de las diversidades sexuales y de género, los cuales no son privilegios, sino Derechos Humanos.
Quienes han transitado una vida disidente comprenden profundamente ese universo simbólico donde la propia existencia se convierte en objeto de sospecha y negación. Una realidad que deteriora las posibilidades de construir vínculos solidarios con otras comunidades que comparten el mismo territorio, que obstaculiza el desarrollo de una identidad segura y limita el despliegue de capacidades y habilidades que, en otras condiciones, podrían expresarse libremente.
En los últimos años, hemos sido testigos de cómo los temas relacionados con la diversidad sexual y de género han ido ganando espacio en la agenda pública, avanzando en el reconocimiento de Derechos Humanos para estas comunidades. Sin embargo, también hemos presenciado el auge de grupos antiderechos que, mediante discursos populistas que apelan al miedo y la supuesta inestabilidad moral y social, siembran desinformación y temor frente al encuentro con la otredad y la posibilidad de transformación.
La realidad de las personas no heterosexuales parece desenvolverse en una dialéctica constante entre la concesión y el retiro de derechos, determinada por núcleos de poder que se resisten a transformar un sistema estructuralmente desigual. Esta dinámica no solo vulnera la autonomía de cada persona para decidir sobre su identidad y sexualidad, sino que también incide directamente en la forma en que estas personas se perciben a sí mismas en un mundo que juzga, estigmatiza y reproduce estereotipos.
En este escenario, la experiencia de marginación no puede desvincularse de otros fenómenos sociales, culturales y políticos que marcan nuestro tiempo. El ejercicio del poder hegemónico atraviesa los cuerpos cuestionados y los somete a una violencia sistemática que también se expresa en variados otros conflictos sociales y globales deshumanizantes.
Hay que imaginar, entonces, lo que implica vivir en un entorno donde tu existencia, tus derechos y tu posibilidad de llevar una vida tranquila, respetada y cuidada, están en constante disputa.
Este año, el orgullo debe construirse desde la complicidad entre quienes han vivido la inestabilidad y, a pesar de ello, siguen resistiendo frente a sistemas que depredan y perpetúan la violencia y la exclusión. Un orgullo interseccional une banderas de lucha, y, sobre todo, une experiencias de personas que desean que el desafío de vivir no signifique cargar con una dificultad adicional por no encajar en un sistema homogéneo, ficticio y subordinador.
Hoy más que nunca, resistir es existir. Que este orgullo nos convoque no solo a celebrar, sino a organizarnos, a alzar la voz, a abrazarnos en nuestras diferencias y a convertir la lucha cotidiana en un acto colectivo de dignidad. No basta con ser visibles: urge ser implacables en la defensa de nuestros derechos, solidarios en la construcción de comunidad, y firmes frente a quienes buscan silenciarnos. Porque el reconocimiento no se ruega: se conquista.
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